La mentira es un reverso inseparable de la verdad; a veces
se le opone, otras la acomoda a la sinuosidad de la existencia, que es turbia y
peligrosa. Si la verdad se remonta demasiado a la altura, la mentira la trae de
regreso a la dura tierra. La verdad proclama el conocimiento, la mentira vindica
la vida: nos proporciona guaridas ocasionales, como el camuflaje de muchos
animales les permite sobrevivir a sus depredadores.
En la mentira, por su propia naturaleza, hay
algo de truco y de traición. Nos traiciona a nosotros mismos, al resaltar
nuestras cobardías; traiciona a los demás, al reducirlos a mero instrumento de
nuestro interés, al abusar de su confianza. Puede que la mentira sea a menudo
útil, incluso necesaria. Pero no podemos amarla.
Hay que preferir la verdad.
Pero no a cualquier precio: el sufrimiento evitable está por encima, porque, en
definitiva, se trata de vivir. Kant quería una verdad estricta que brillara
como el sol en nuestro cielo. Pero una mentira que salva una vida, una mentira
que evita un dolor innecesario, una mentira que atenúa una crueldad, tal vez
estén justificadas. La existencia es demasiado difícil para que la afrontemos
con rigidez; las personas son el único bien objetivo. Es lo que olvida el
fanático y no debemos olvidar nosotros.
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