Pensar, como cantar, es ante todo ameno, y, a veces,
útil. Quizá los mejores pensadores sean los poetas, porque ellos han renunciado
de antemano a la verdad. O, más bien, a una verdad definitiva. La verdad del
poeta son sus palabras, si son sinceras; la frágil belleza de sus palabras, que
expresa vislumbres de verdad.
Tal vez la filosofía sea un tipo especial de
poesía. Tal vez lo sea también su hija la ciencia. Ambas proclaman la
observación y la razón como criterios de verdad. Ambas lo hacen humildemente,
admitiendo que sus verdades son limitadas y provisionales. Y por eso permanecen
siempre abiertas a la discusión y a la revisión; a la duda metódica, como quiso
Descartes.
Esa es su grandeza, que las distingue de las
creencias, y en especial de los fanatismos. El fanático no admite ni duda ni
provisionalidad. Sus convicciones le han sido dadas de una pieza, acabadas,
definitivas, incuestionables. El fanático se pasa de serio y traiciona la poesía
del pensamiento. Y cuando impone sus principios a los demás, traiciona a la
propia humanidad.
El filósofo piensa por
gusto, pero también por obstinación. Busca las pautas del orden del mundo. Es
una empresa poética y, a veces, útil: la verdad os hará libres. Pensar mejor
para vivir mejor.
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