¿Por qué empeñarnos en la severa verdad? ¿Por qué no abandonarnos,
sencillamente, a lo que más nos conviene? ¿Qué le han importado la verdad o la
bondad, por ejemplo, a la evolución mientras recorría el camino hacia nosotros?
¿No deberíamos proclamar que sobrevivir a toda costa no es que sea lo
principal, sino lo único que cuenta?
Hay quien lo hace. Hay quien solo mira por sí
mismo, quien engaña y somete, quien agrede y explota, quien llega tan lejos
como le señala su ambición y le permite su fuerza. Si no aludimos a seres
metafísicos y leyes divinas, ¿podemos acusarle de hacer mal?
Si fuéramos meras máquinas de sobrevivir, lo apropiado
sería admitir sin rechistar esa conducta. Así lo hacemos con los animales. El
hecho de que les mueva el puro instinto los hace irremediablemente inocentes.
Pero nosotros tenemos conciencia y proyecto; nosotros aspiramos a la dignidad y
a los valores; nosotros podemos concebir un marco para nuestra vida basado en derechos
y deberes, y expresado en principios.
El proyecto ético es hijo
de la inteligencia y del hambre de dignidad, ambas inmersas en un contexto
social en el que el pacto, el intercambio y la colaboración hacen mejor la vida
de todos.
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