Hay tres modos elementales de encarar un conflicto: con la lucha,
con la huida, con el pacto. A veces, los dos primeros son inevitables, y hay
que enfrentarse o retirarse, hay que atacar o resignarse.
Pero esas dos opciones son las más primitivas
y rudimentarias, legado de unos ancestros que tenían que primar la supervivencia.
Si se nos somete, habrá que luchar; si alguien muy poderoso nos amenaza, quizá
lo conveniente sea huir. Sin embargo, la lucha es peligrosa y pocas veces se resuelve
sin pérdidas; aunque tenga éxito, puede que nos procure un enemigo. Una
victoria pírrica nos quita más de lo que nos da. Y la huida es una renuncia en
sí misma, que suele dejarse por el camino pedazos de nuestra autoestima y, a menudo,
no hace más que posponer el problema.
La opción natural, dentro de un intercambio,
es el pacto. Supone una ganancia y una pérdida para ambos contendientes. Se
trata de que haya una ganancia aceptable con una pérdida asumible. Lo uno por
lo otro.
La actitud asertiva está de
moda como recurso útil para el intercambio. Renuncio a imponerme, pero salvo un
lugar para lo mío: para lo que siento, para lo que soy, para lo que quiero. Se
crea la oportunidad para el trato, para la inteligencia, para la buena
voluntad.
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