La convivencia, después de sobrevivir, es quizás el problema
más arduo que ha encarado nuestra especie. «El infierno son los otros», sentenció
Sartre con cinismo. Y con razón, porque los otros lo son todo: el infierno, el
cielo, y más a menudo el purgatorio. En cualquier caso, sin los otros no hay
nada, porque estamos hechos de, en, entre, para y por los demás.
La mayor parte de la satisfacción de la vida
se juega en un buen manejo de las relaciones. Existe una sabiduría existencial
y una sabiduría social, hecha de buenos vínculos, quizá más apremiante. Los afectos
nos guían, pero los tropiezos corrigen nuestro rumbo. Nos urge una sabiduría
del conflicto.
Un aprendizaje espinoso e incierto. La meta vendría a ser: ganar el máximo con la mínima pérdida. Pero, ¿ganar o
perder qué? Estima, estatus, poder, libertad, dignidad, realización… ¿Y por qué
es tan difícil? Porque son bienes escasos, que hay que conquistar y defender, y
por los que a veces hay que competir.
Todo ello viene impregnado
de emociones, y eso le agrega un nuevo aprieto. De hecho, la emoción manda.
De ahí la brillante y confusa idea de inteligencia emocional. Primero sentimos
y luego pensamos. Sentir es inevitable, pero no debería impedirnos pensar.
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