No acudimos al pasado más que cuando lo precisamos para afianzar
el presente. Nos volvemos a él como hacemos con nuestros muertos: para que nos apoyen,
o nos protejan, o nos acompañen.
Utilizamos el recuerdo como una vasta herencia
que nunca se agota. Y, así, justificamos errores, lavamos culpas, urdimos
tramas insólitas, ratificamos la amargura, matamos el aburrimiento… Damos salvoconductos a nuestras prisiones y a nuestra torpeza. El pasado es siempre útil para
apuntalar cualquier mentira, pero la mentira burda es como el agua del mar, que
da más sed cuanto más la bebes.
El pasado es un refugio fácil, ya que lo
modelamos a nuestro gusto. Lo que llamamos memoria es la reescritura de viejos
sueños y antiguas pesadillas. Qué dulce es arroparse en lo que nos ha complacido,
y recordarlo como nos gusta, cuando en el hoy hace demasiado frío. Somos tan
ingenuos que andamos buscando las mentiras más bellas para hacer de ellas
nuestra fe, para abandonarnos como amantes incondicionales. Ay el maldito
hechizo maravilloso de la felicidad pasada: como todos los mitos, podría
hacernos prisioneros.
Y no sucede otra cosa con
los recuerdos ingratos: pretendemos que nos den la razón en el presente, en lugar
de mirar con ojos limpios y construir lo nuevo.
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