El rencor de viejas querellas brota de repente, cuando menos
se lo espera, cuando ya parecía olvidado, quizá en un momento de baja
autoestima o decaimiento, quizá como respuesta vicaria a resentimientos más inmediatos
o en gestación. Así es como la memoria resucita a los muertos, convirtiéndolos
en espectros, sombras con las que pelear por rancios agravios, que el tiempo no
bastó para sepultar.
En el desván se arrumban selectas cómodas
repletas de tesoros junto a mohosos despojos de la rabia. Hemos topado con canallas,
locos, mezquinos y truhanes. Nos han vejado, nos han robado. ¿Qué hacemos con esas
ruinas? Tal vez revivirlas sirva para tantear una defensa que en su momento no
supimos o no nos atrevimos a oponer. Pero, ¿a qué precio?
Mejor no dedicarles mucho tiempo. Si
acaso, el justo para sacarles las piezas y aprender algo. Luego, déjalos ir.
Tíralos a la basura a la que pertenecen y no permitas que perturben, como dicen
Séneca y Epicteto, lo que importa: tu serenidad interior. ¿A quién ofendieron?
No a ti, si te mantienes fuera de su alcance. Solo vulneraron una idea que
quieres ensalzar a toda costa (a costa de ti mismo). Quizá esa imagen pertenezca
también al muladar de las basuras.
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