Reconozco que tengo alma de gruñón. Soy susceptible y me puede
el pesimismo. Me molesta aquello que rompe lo habitual (es decir, casi todo),
me incomoda lo que reclama un esfuerzo (casi todo, también). Esto quizá tenga
que ver con dos rasgos muy poco virtuosos: la pereza y la predilección por
llevar la contraria.
Me pregunto si una no es consecuencia
de la otra. En la pereza hay algo de justa rebelión: ¿por qué las cosas no serán más
fáciles? En cuanto a objetar, es útil para entorpecer lo nuevo, que siempre
pone deberes (por lo menos el de cambiar los esquemas).
Si me dejara llevar por estas tendencias innatas,
probablemente me pasaría la vida mascullando imprecaciones, soltando sarcasmos
con cara agria y renegando de todo lo que se cruza en mi camino. Por suerte para
los que me rodean, y para mi salud, con el tiempo he aprendido a tomarme los fastidios
entre el estoicismo y los Hermanos Marx, con resignación y humor. Así, la mala
uva dura cada vez menos. Aunque empiece apretando la mandíbula (por no morder, supongo),
al rato de ponerme en marcha ya he sustituido el «Preferiría no hacerlo»
de Bartleby por el «¡Qué le vamos a hacer!» de mi abuela. Si me olvido de mí mismo,
acabo, incluso, disfrutándolo. No me va tan mal.
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