Una antigua sabiduría nos recomienda vivir como si hoy
fuese el último día de nuestra vida. Simulacro con fundamento: alguno lo será.
Jugar a contemplar este como si lo fuera lo envuelve de atención e intensidad.
También azuza el sentido común: si no hay tiempo para lo secundario, nos queda
lo esencial. El tiempo se hace precioso, y la estupidez tiene menos cancha.
A la protagonista de la película Mi vida sin mí se le conceden dos meses.
En lugar de dilapidarlos atormentándose, se consagra a convertirlos en obra de
arte. Los entrega a lo estrictamente valioso: placer, aprendizaje,
responsabilidad, nostalgia, encuentro y despedida. Gozo y, naturalmente,
tristeza. ¿Qué harías si te quedaran dos meses? ¿Qué dulzuras y qué dolores
procurarías no perderte? ¿Con qué balada de amor resumirías tu prórroga antes
del olvido?
Quizá todos seamos enfermos
terminales, con la desventaja de que no lo sabemos. Debería hacer una lista de
mis apremios: puede que sea mi última oportunidad para algunas cosas. Que ya no
valga la pena perder el tiempo en disimulos y esfuerzos. Que haya que decidir a
quién no podemos irnos sin decir te quiero. Podría quedar algún deber que es
tiempo de cumplir. Quizá deba tener el coraje de planear mi vida sin mí.

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