A veces me pregunto si nuestros sufrimientos imaginarios
no serán un recurso melodramático para que nuestra vida parezca más importante.
Algunos nos tomamos nuestra vida como algo demasiado personal, y demasiado en serio
a nosotros mismos. Una vez se lo insinué a una conocida y debió molestarle,
porque me replicó: «Lo siento, puedo más yo que yo». A la frase le sobra ingenio,
y a la mujer le sobraba ego.
Quizá la paz sea tan sencilla de lograr como
desprenderse de esa afición morbosa a preocuparnos, a retorcer el sufrimiento
natural y simple. Quizá se trate de limitarnos a sufrir con vulgaridad: habría
que renunciar a que nuestro dolor tenga nada de especial o terrible, aceptar que
no es más que el mismo dolor de todos los tiempos. ¡Un hermoso, sabio y reconfortante
ejercicio de humildad! Negarnos a que los temores y los empeños nos sirvan como
coartadas del narcisismo.
La vida es generosa en
detalles funestos: no hace falta que le hagamos el trabajo. En el fondo, lo que
buscamos es inventar sufrimientos imaginarios que nos dispensen de los reales.
Regresemos a estos, aceptando que, como dice John Carmody, «si un problema no
nos hostiga, otro pronto lo hará… No existe forma de no sufrir y no tener miedo».
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