Todos tenemos ruinas del pasado que subsisten en rincones
del alma, viejos enclaves de guerra que no supimos o no quisimos reconstruir (o
demoler del todo). Los miramos de reojo en las noches tristes, y a veces nos
atrapan en las madrugadas de insomnio.
¿Vale la pena regresar a esos lugares inhóspitos?
A veces es mejor dejarlos allí, como un polvoriento museo de lo que pudo ser y
no fue, o fue contra nosotros. En definitiva, de nuestra vulnerabilidad, de la
fragilidad de nuestro designio y nuestro escaso control sobre la vida.
Las terapias, a menudo, se empeñan a regresar
a esos vestigios de pasados funestos, indagando en ellos la clave del presente;
seguramente se equivocan. Pasear por esos escombros raramente nos aporta claves
para actuar mejor o con más claridad: más bien nos confunde y nos arrastra a aquella
angustia que la vida nueva necesita dejar atrás para poder mirar hacia delante.
A veces lo mejor que se puede hacer es pasar
página, procurar pensar poco y entregarse a lo nuevo con el ánimo lo más limpio
posible, en vez de hurgar en la basura como arqueólogos insensatos. La infancia
difícil, la carencia afectiva, los fracasos estrepitosos, las decepciones… Podemos
zarpar de ese territorio inmundo, y viajar al país donde todo está por hacer.
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