No creo que haya personas que nos hagan peores: eso
sabemos hacerlo solos. Sin embargo, sí es cierto que las hay que nos inspiran
mucho. Para bien o para mal.
Hay personas con las que uno se descubre a sí
mismo y se cae bien. Hay personas luminosas que caminan a nuestro lado
ofreciéndonos entre sus manos pequeñas piedras brillantes recogidas en la playa.
Junto a ellas, uno fluye suavemente, sin aspavientos, como un arroyo arremansado.
Y uno se alimenta y crece.
Otras personas, en cambio, son capaces de
petrificarnos con su presencia. Congelan algo vivo en nuestro pulso. Uno camina
entonces tropezando. Parecen llenar el mundo de desechos e impedimentos, de extrañeza
y vacío. Su espejo solo nos devuelve una imagen mezquina de nosotros.
Hay personas que nos quedan
cerca y otras que cada vez que las miramos nos parecen más recónditas. Seguramente
ellas no tienen la culpa, y son nuestros ojos los que no saben mirar bien.
Tendríamos que aprender a desviar la mirada, a ungirla de sencillez y gratitud
y desprendimiento; pero les hemos dado el poder de atraparnos, y lo renovamos
cada vez que nos empeñamos en pedirles explicaciones, en pretender descifrar su
enigma. ¡Sería tan fácil dejarlas ir!
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