La mayor parte de nuestra vida, aunque parezca suceder fuera,
nos llega proyectada en el teatro imaginario de la mente. No vemos las
cosas como son, sino como quisiéramos o tememos que sean, o como nos aleccionaron
para creer.
Nuestra mente percibe a través de ensueños, apegos, dogmas, un Matrix personal
en el que dormita la conciencia, atrapada en su propio espectáculo que, como
en los cines antiguos, se repite una y otra vez. Solo la realidad nos enseña,
nos plantea problemas auténticos y aprendizajes útiles.
Hay que hacer un gran esfuerzo por desbrozar
nuestras percepciones de ensueños, presentimientos y nostalgias, porque, aunque
la realidad siempre insiste, nuestra tendencia es parapetarnos de ella tras los
muros conocidos de las viejas fantasías. Por eso hay que estar siempre
atento y cuestionar las convicciones: porque a menudo lo que tomamos por juicio
es un prejuicio, y lo que consideramos certeza es una vieja conclusión apresurada
a la que seguimos aferrándonos.
Los prejuicios son la
opacidad de la razón. Nublan el entendimiento con un mundo falso que se hace pasar
por real mientras lo oculta. Por eso no solo nos roban el criterio: nos escatiman
la libertad, nos someten a su desatino, nos convierten en sus autómatas.
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