martes, 25 de abril de 2017

Egoísmo

Cuando escucho a alguien tildarme de egoísta, me preparo para un abuso.
Reprochar algo natural, casi inocente, es perseguir en otro lo que no se tolera en uno mismo. ¿Cómo no ser egoísta? Es más: ¿cómo estar sano si uno no es egoísta?

Solo una moral perversa condena el espontáneo impulso de quererse y defenderse, de afirmarse ante el mundo. ¿Cómo va a amar la vida, o a los demás, quien no se ama? El egoísmo es inevitable y necesario, nace de la disgregación de la biosfera en individuos; la vida se divide y, porque nos abarca a todos, acaba echando un pulso consigo misma. El todo brilla como un rescoldo en nuestra nostalgia; pero la individualidad nos queda más cerca y nos define. La división crea la variedad, lo múltiple se tienta para amarse y para luchar.

Por eso no hay encuentro sin intercambio, y la solidaridad emerge del más primitivo amor propio. El egoísmo no es destructivo mientras no lo pervierte su represión, que suele ser tan violenta como su ulterior estallido desordenado. Ambas tentaciones, la represión y la violencia, también son humanas, pero implican un deterioro. El egoísmo convertido en proyecto y en inteligencia se lanza hacia la belleza y la dignidad. Epicuro, Spinoza, Nietzsche… reclaman un egoísmo mesurado.

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