Cuando escucho a alguien tildarme de egoísta, me preparo
para un abuso. Reprochar algo natural, casi inocente, es perseguir en otro lo
que no se tolera en uno mismo. ¿Cómo no ser egoísta? Es más: ¿cómo estar sano
si uno no es egoísta?
Solo una moral perversa condena el espontáneo
impulso de quererse y defenderse, de afirmarse ante el mundo. ¿Cómo va a amar
la vida, o a los demás, quien no se ama? El egoísmo es inevitable y necesario,
nace de la disgregación de la biosfera en individuos; la vida se divide y,
porque nos abarca a todos, acaba echando un pulso consigo misma. El todo brilla
como un rescoldo en nuestra nostalgia; pero la individualidad nos queda más
cerca y nos define. La división crea la variedad, lo múltiple se tienta para
amarse y para luchar.
Por eso no hay encuentro
sin intercambio, y la solidaridad emerge del más primitivo amor propio. El
egoísmo no es destructivo mientras no lo pervierte su represión, que suele ser
tan violenta como su ulterior estallido desordenado. Ambas tentaciones, la
represión y la violencia, también son humanas, pero implican un deterioro. El
egoísmo convertido en proyecto y en inteligencia se lanza hacia la belleza y la
dignidad. Epicuro, Spinoza, Nietzsche… reclaman un egoísmo mesurado.

No hay comentarios:
Publicar un comentario