Ya nuestros antepasados del Paleolítico adornaban su vida
con objetos; la humanidad surge de ese encuentro de la materia y la inteligencia.
Nuestra vida está hecha de cosas, útiles o bellas, que nos acompañan y nos
delimitan. Creamos objetos para manejar el mundo, pero luego ellos pasan a
configurar un mundo por sí mismos: con sus funciones, con sus significados.
Las cosas que nos envuelven tienen su propia
poesía. El apoyo que nos brindan los convierte en amigos, y cuando se
estropean nos sentimos abandonados, traicionados. Hay objetos que investimos de
poder: la magia buena de los amuletos, las malas vibraciones de una estancia que
no nos gusta visitar. El animismo los dota de conciencia e intención, los humaniza. Y muchos objetos nos influyen con la potencia creadora de los símbolos: evocan al ausente, representan una idea.
Los objetos, portadores de
valor, intervienen en nuestras relaciones: los cuidamos como mascotas, los
intercambiamos, los regalamos… Los niños se apasionan especialmente con sus
cosas, que los acompañan y los protegen. El mundo humano es un ecosistema de
personas y artefactos. Su acumulación es un lujo, y por tanto señal de estatus;
pero también puede robar sitio a las personas hasta convertirse en una
enfermedad.
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