Hacer fotos es un modo de contemplar, de regocijarnos en
el detalle. Hay un afán de apropiación que es casi fusión, un esfuerzo por fijar
en la memoria una felicidad que sabemos efímera. Hacer fotos es entregarse:
desde el otro lado del objetivo, el mundo nos guiña un ojo.
También glosar o intentar comprender son
modos de aproximarnos a la realidad y hacerla nuestra. El pensamiento recrea el
mundo y lo inviste de sentido. Más que lo que decimos, importa el decirlo: ese
pulso con la palabra en el que se trata de interpretar, de traducir las cosas
al idioma de nuestro ser.
Respeto los blogs, los
álbumes compartidos por internet, ese continuo escaparate de testimonios que se
amontonan en el limbo de la red; aunque se escriba más de lo que se lee, aunque
se publique más de lo que se contempla, aunque parezca imposible que se nos distinga
en medio de ese alboroto donde, como los niños, todos piden ser vistos y pocos
miran. ¿Acaso no fue siempre así? Un solo visitante a «mi página» ya satisface
ese anhelo de testigos, ese afán de comunicarnos y ser vislumbrados.
¿Exhibicionismo? ¿Y no buscamos todos exhibirnos un poco para sentir que no
estamos solos? ¿Palabrería? ¿Y no acabarán por perderse todas las palabras
dichas, incluso las mejores?
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