¿Qué se puede hacer con una vida como la nuestra, sin
profundidad ni trascendencia? Al menos dos cosas: amar y crear. Ambas tienen
sentido por sí mismas. Nos hacen bien y hacen bien. Nos sacan de nosotros mismos,
pero a la vez son nuestro fruto, como el agua de los manantiales. Podríamos
añadir, tal vez, una tercera opción: fluir, entregarse, desprenderse de todo.
Se diría que esta contradice las otras dos:
si se trata de desprenderse, mejor no amar ni crear, que son, aparentemente, el
colmo del apego. Pero uno puede saber su proyecto o su ternura tan fugaces como
él mismo. Comprende que lo que ama se irá, y que entonces el amor será dolor,
pero ambos forman parte de estar vivo y no llegan más allá de la vida. Y lo
mismo cabe decir de las creaciones: un día quedarán sepultadas bajo el polvo
del tiempo. ¿Qué importa? Mientras duraron fueron un testimonio de pasión, de
vida, de presencia.
Queremos durar todo lo
posible, y ojalá duremos mucho, pero eso no es lo importante. Lo bueno importa
más que lo profuso. Los lamas tibetanos crean laboriosos mandalas, composiciones
bellísimas y detalladas con arena de colores. Pueden pasar meses elaborándolas.
En cuanto las concluyen, las estropean de un manotazo. Pasión y pérdida: los
ritmos de la vida.
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