Confieso que a veces, cuando tengo miedo o me siento
abrumado, me gustaría rezar. Ojalá hubiera oraciones para ateos, que nos
permitieran hablar con algo más grande, benévolo y protector: el universo, la
vida misma, el tremendo misterio de la presencia, o simplemente nuestros
abuelos o nuestros amigos muertos…
Porque a veces, cuando uno se siente
vulnerable, sería estupendo poder apoyar la cabeza y confesar nuestra inmensa
debilidad. Y pedir ayuda aunque no se espere, y alimentar ese sueño poderoso de
que alguien vela por uno y por su bien, como hacían nuestros padres cuando
éramos pequeños. No me extraña que la gente se aferre a dioses, ángeles o
duendes.
La realidad ―esa señora un poco envarada
y áspera que hay que tratar de cara si queremos mantenernos lúcidos― es que no hay nadie allá
fuera, o no tiene por qué haberlo. Es verdad que estamos solos, que no hay
padres cósmicos, es verdad que no podemos delegar nuestras responsabilidades en
ningún poder mágico ―¡Ojalá fuera tan fácil!, solía repetirme mi
terapeuta, cuando le confiaba mis tentaciones esotéricas―, pero, ¡qué reconfortante
poder hablar a veces con la vida y «tomar con ella café», como dice Serrat, y
sentirse acompañado, protegido, o al menos escuchado!
No hay comentarios:
Publicar un comentario