Como demostró Seligman, a veces concluimos que no somos eficaces,
y que la impotencia nos devasta. Basta con no lograr zafarnos del dolor,
hagamos lo que hagamos. Pero otras veces lo que nos inmoviliza es un tirano
interior, un enemigo contra el que estamos inermes porque somos nosotros
mismos. La autodestrucción es la más desconcertante perversión de la mente.
La autodestrucción sugiere la inmovilidad con
que a veces se responde al peligro. Mientras uno está ocupado en demolerse,
retrocede ostensiblemente, anulándose frente a los posibles enemigos: su
desprecio nos salva. Pero, además, sirve para expresar la agresividad de un
modo seguro: los otros no tendrán que prevenirse en contra de nuestro ataque,
puesto que ya nosotros mismos nos estamos aniquilando como rival; eso, si los posibles
enemigos son más fuertes, nos libra de una parte de vulnerabilidad. Es como la
lagartija que «regala» su cola al atacante: esa pérdida le otorga más posibilidades
de escapar y conservar la vida.
La autodestrucción, por
consiguiente, tiene su utilidad incluso como medio de preservación, pero a la
vez conlleva un gasto considerable: la inmovilidad impide avanzar, y dañarnos a
nosotros mismos nos disminuye. ¿Hasta qué punto sale a cuenta?
No hay comentarios:
Publicar un comentario