A veces he llevado a gente a visitar mis lugares preferidos,
y me ha decepcionado comprobar que les dejaban más bien indiferentes.
Sin
embargo, soy injusto, o al menos iluso: ¿qué puedo saber yo del universo de sensaciones
y significados que inspiran a los otros? Apenas puedo hablarles de lo que siento
yo, y de todos modos no podré dar cuenta de lo vivido, que impregnó mi recuerdo:
del cielo límpido que había aquel día, de cuánto apaciguó el silencio mis
desvelos, de la mujer que me acompañaba o de la nostalgia por su ausencia, de
la súbita epifanía que me libró de una jornada triste…
No podré hablarles de todo porque lo que
cuenta no es ni siquiera el lugar: es la presencia que yo puse en él, con mi
universo de congojas y de júbilos, de evocaciones y presentimientos… Y todo eso,
que me pertenece en exclusiva y no puedo contagiar, es lo que le falta al
paisaje para ser único, como la flor del Principito.
¡Cuántas veces pretendemos
que los demás sientan lo que sentimos! ¡Y qué gran decepción, qué sensación de
soledad y de distancia pueden invadirnos cuando comprobamos que no es posible! Cada
contexto es diferente. Cada persona vive en su propio universo, y nunca hay dos
en el mismo. Pero eso, que parece triste, es lo que convierte en milagro el
encuentro.
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