viernes, 19 de mayo de 2017

Montañas rusas

Hay un mundo cotidiano que lo ocupa todo como una mancha de aceite, un mustio grumo de hastío.
A menudo, cuando nos paramos a mirarlo, diríamos que nos roba la frescura, que nos absorbe la alegría. Porque el despertador no solo se lleva los sueños por delante: inaugura una jornada repleta de exigencias, cargada de tareas que no hemos elegido.

A veces, en nuestro tránsito por ese mundo en el que creemos perdernos, vislumbramos burbujas de excepción que parecen salvarnos de la viscosa cotidianidad; y en efecto lo hacen por un tiempo, hasta que la burbuja ―¡pop!― estalla y nos encontramos de nuevo en el mundo de siempre. Por eso el gozo rutilante resulta excepcional: porque dura poco. Y por eso la verdadera batalla de los trabajos y los días, como la auténtica felicidad, se juega en el terreno gris de la costumbre. «Quizá tengan razón los días laborables», especula el poeta Gil de Biedma.

Lo cotidiano nos parece fatigoso solo por su vastedad. En realidad, estamos hechos para su aburrida urdimbre. Si hay una patria en la que podemos reconocernos, está en los días laborables. La vida solo es llevadera cuando parece previsible. Las montañas rusas nos emocionan porque no vivimos subidos en ellas.

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