Hay un mundo cotidiano que lo ocupa todo como una mancha
de aceite, un mustio grumo de hastío. A menudo, cuando nos paramos a mirarlo,
diríamos que nos roba la frescura, que nos absorbe la alegría. Porque el
despertador no solo se lleva los sueños por delante: inaugura una jornada
repleta de exigencias, cargada de tareas que no hemos elegido.
A veces, en nuestro tránsito por ese mundo en
el que creemos perdernos, vislumbramos burbujas de excepción que parecen
salvarnos de la viscosa cotidianidad; y en efecto lo hacen por un tiempo, hasta
que la burbuja ―¡pop!― estalla y nos encontramos de nuevo en el mundo de
siempre. Por eso el gozo rutilante resulta excepcional: porque dura poco. Y por
eso la verdadera batalla de los trabajos y los días, como la auténtica felicidad,
se juega en el terreno gris de la costumbre. «Quizá tengan razón los días
laborables», especula el poeta Gil de Biedma.
Lo cotidiano nos parece
fatigoso solo por su vastedad. En realidad, estamos hechos para su aburrida urdimbre.
Si hay una patria en la que podemos reconocernos, está en los días laborables. La
vida solo es llevadera cuando parece previsible. Las montañas rusas nos emocionan
porque no vivimos subidos en ellas.
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