A veces veo a los demás reír y disfrutar y no los entiendo.
Hay algunos códigos de la diversión que no domino. Me temo que soy un poco raro.
Mientras miro con tristeza la fruición ajena
que no logro compartir, intento descifrar dónde reside mi «rareza». Me gusta el
humor y soy capaz de mantener una charla amena. También disfruto de los demás,
con la condición de que no sea demasiado cerca ni demasiado tiempo. Pero hay
aficiones que no comparto.
Me incomodan las sensaciones «fuertes», soy
incapaz de celebrar el riesgo. No me entusiasman, por ejemplo, los parques de
atracciones. En esos lugares, o sufro con la masificación y los peligros, o me
aburro. Así que los evito: ni estoy a gusto ni soy una compañía cómoda. El espectáculo
de mi «rareza», además de asustar, me provoca un conflicto conmigo mismo, tan
incisivo que puedo tardar semanas en reponerme de él.
¡Problema irresoluble entre
lo que uno es y lo que se espera de él, lo que uno habría de pagar para ser
tenido por «normal»! ¡Agujero negro en la autoestima, siempre tan vulnerable a
la exclusión! La diversión y el placer surgen de manera natural cuando no se les
pone impedimento. ¿Cuál es mi impedimento? ¿Tal vez no aceptarme simplemente
como soy?
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