¡Qué bien se está cuando se está bien! Para entender de
verdad el significado de ese proverbio, uno tiene que haber conocido lo que es
el malestar, y luego haberse escabullido de sus garras. Un dolor de cabeza, o
de muelas, o de rodilla ―esos dolores que rebosan―, de pronto se detiene
inesperadamente y nos da un respiro.
Es estremecedor ese instante de atenuación
súbita, como cuando enmudece un ruido ensordecedor. Aún flotan en el aire los
ecos de nuestros quejidos, pero es cierto que ya no está, y es tan grande ese
alivio que no podemos entenderlo, solo suspirar y expresar nuestro estupor. Así
es el dolor: cuando está, parece ilimitado; cuando cesa, parece inconcebible.
La felicidad brota entonces
como un manantial asombroso. Y sin embargo la olvidaremos, porque estamos
hechos para acostumbrarnos a ella de inmediato. Se nos olvidará ―por suerte― el
dolor, nos parecerá remoto e improbable, como si le hubiese sucedido a otro. Pero
también olvidaremos ―y no deberíamos― el milagro de su interrupción. Volverán
las incomodidades. Ya no estaremos tan bien, incluso puede que pronto estemos
francamente mal, sin recordar que por un instante entrevimos el cielo, porque
comprendimos que eso es la vida cuando el dolor la deja en paz.
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