Tenemos una curiosa tendencia a la ontología de los
símbolos (conferir a lo imaginario cualidades de real) y, a la vez, a cosificar
lo humano. Son dos procesos paralelos, que en el fondo actúan en la misma
dirección: deshumanizarnos. Lo imaginario se hincha mientras impone su propia
lógica, aplastando al individuo real.
El dinero es un paradigma de cómo un mero instrumento
simbólico acaba cobrando entidad propia y sometiendo a su inventor. Por
supuesto, el problema no reside en el dinero en sí, sino en un sistema social
perverso que lo concentra, junto al poder y como poder, en unas pocas manos. El
dinero no nos hace ricos: es el valor que le dan los demás a la riqueza que
simboliza lo que se procura acaparar.
Otro ejemplo es el
nacionalismo; salvando las distancias, su lógica es similar. La nación, alegoría
tribal sostenida con símbolos (tradiciones, lenguas, banderas, mitos…), acaba
cobrando dimensiones cósmicas: muchos la ven como una esencia, una Forma platónica
superior al individuo, quien solo posee dignidad en la medida en que es ungido
por la de la nación. En su nombre, una minoría somete arbitrariamente a una
mayoría, le despoja de derechos y le impone un modelo uniforme. Lo imaginario
aplasta lo real.
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