El resentimiento, aunque ruin, nos sirve para no perder
la memoria de lo inadmisible. En este sentido, es un guardián de nuestra
dignidad.
Lo malo es que a la vez la erosiona, al hacernos miserables, y además
está de parte del sufrimiento: alimenta una espiral viciosa, en lugar de un
círculo virtuoso. No es una memoria aséptica, sino un pozo ciego donde el
recuerdo se pudre y emana miasmas que envenenan el aire.
Lo mejor que se puede hacer con el
resentimiento, qué duda cabe, es librarse de él cuanto antes. Si es posible,
poniéndolo de nuestro lado, expresándolo de la forma más segura y constructiva
de la que seamos capaces. Si alguien olvidó su pelota en nuestro campo, devolvámosla
aprisa y sin perder la compostura. Luego, asegurémonos de quitarle fuerza a su evocación:
magnanimidad, compasión y también perdón.
En cualquier caso, nuestra
vida vale más que el peor de nuestros odios. Un odio demasiado destructivo es
siempre autodestructivo. Tal vez nuestros oponentes no aprovechen una nueva
ocasión para la cordialidad; nosotros siempre podemos aprovecharla: aunque solo
sea para reducir el rencor ardiente, que se empeña en estrecharnos contra
otros, a una pacífica indiferencia, hermana de las sanas distancias.
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