La disonancia cognitiva (y afectiva) ayuda a hacer previsible
el caótico mundo de las relaciones humanas. Una vez decidimos que algo es
verdadero, lo defendemos, sobre todo de la verdad.
Si no dispusiéramos de esa
sensación de estabilidad tal vez viviríamos en una perpetua angustia.
Necesitamos creer que nuestros amigos seguirán siéndolo mañana, y que los enemigos
que nos delimitan lo seguirán haciendo. Necesitamos creernos competentes para
descifrar el mundo que nos rodea y arreglárnoslas en él. Necesitamos disponer
de un mapa mínimamente confiable y permanente.
Por supuesto, en gran parte se trata de una
ilusión, pero es una ilusión útil porque establece las prioridades. La
disonancia nos hace rabiosamente conservadores. Lamentablemente, también
tiende a hacernos esquemáticos y rígidos, al apuntalar los prejuicios.
La madurez
debería enseñarnos cuántos matices hay en nuestras querencias y en nuestros
desagrados, y en quienes los inspiran. Dejar una ventana abierta a la
complejidad puede ayudarnos mucho; puede ofrecernos nuevas oportunidades y
salvarnos de callejones sin salida. Y si la angustia es excesiva, siempre
podremos cerrar la ventana por un rato y remitirnos a nuestro pequeño mundo,
donde nada se mueve si no queremos verlo.
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