Respeto a quienes creen en Dios, como a los que creen en
la reencarnación, o en cualquier esoterismo. Sin embargo, que les respete no
implica que no les discuta. Así se construye el conocimiento: discrepando, quitándoles
el antifaz a las ideas para que nos revelen si están de parte de la verdad o solo
de nuestras fantasías.
Las ideas tienen que estar dispuestas a salir
a la arena, a dar cuenta de sí mismas, a exponerse a ser heridas y descartadas.
Un pensamiento que no da la cara es puro fundamentalismo. La idea de Dios, como
tantas creencias, suele refugiarse tras las trincheras de la fe, que es íntima
y autorreferente, y por tanto tramposa desde la perspectiva racional: cree porque
cree. No tengo nada contra la fe, siempre que se mantenga en su territorio
personal. Pero el espacio social, la plaza pública, no puede sostenerse sobre
la fe. En el encuentro tiene que haber un código acordado. Si se afirma que
algo es verdadero, hay que demostrarlo, y solo se han concebido dos maneras de
hacerlo: una experiencia compartida y repetible, y una argumentación
convincente.
Las hadas, la vida eterna, los
espíritus, y por supuesto Dios, no cumplen ninguno de esos dos requisitos. Ni
son palpables ni son creíbles. Por tanto, mientras nadie demuestre lo
contrario, hay que negarlos.
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