Vivir es perder. Lo escribe Comte-Sponville citando a
François George. Tenemos que repetírnoslo, porque lo olvidamos fácilmente,
porque nos acomodamos demasiado deprisa en lo que amamos (nosotros incluidos), perdiendo de vista que es siempre algo transitorio; que la existencia es cambio porque
es tiempo que pasa, como nos recuerdan los budistas; que para que algo empiece
todo tiene que terminar.
Esa es la clave: vivir es perder porque
tenemos algo, ya que solo se pierde lo que se tiene. Nos duele perder ―y con
razón: ¿cómo evitarlo?―, pero pocas veces nos paramos a pensar en el
extraordinario privilegio que implica haber poseído previamente lo que
perdemos. Eso, que debería ser motivo de alegría, puesto que lo tenemos ―¿cuántos
no lo tuvieron?―, nos llega impregnado de pena por el hecho de que haya de
acabar.
Buda tenía razón: el
problema es el apego. Pero, ¿cómo no apegarse, aunque solo sea un poco, aunque
solo sea en lo más profundo? Amar, como desear, surge con vocación de durar. La
pérdida interrumpe nuestro idilio con el mundo, y nos recuerda que es nuestro por
muy poco tiempo. Si procuramos tener presente esa verdad, tal vez suframos de
todos modos; pero un sufrimiento esperado, familiar, suele doler menos.
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