Debatir,
con ser arte noble y necesario, no siempre sirve para entenderse. Como duelo, puede
resultar vivificante, si es franco y limpio, o solo perturbador, si cultiva la humillación
como trofeo. Hay quien debate para comprender, o para estar cerca, o para entretenerse;
y quien lo hace para aplastar y anotar tantos en la más bien mezquina contabilidad
del ego.
Debatir es a veces un
juego, como la esgrima: todos necesitamos medirnos, y en toda interacción hay
siempre algo de pulso. Al fin, llevamos en nuestra naturaleza rivalizar y competir.
Como venía a decirnos Simmel, pocas relaciones más íntimas que la lucha. Llegaba
a afirmar que sin luchas ocasionales la mayoría de las relaciones resultarían
insoportables. Los duelos con palabras no son una excepción, y han sido practicados
asiduamente, desde las competiciones de alardes a las lides de rap. Tienen
mucho de arte.
Pero otras veces los
debates se alambican y son un modo de aguijonearse y de lanzar dardos
envenenados. Algo de eso tiene el cinismo. En la pareja, particularmente, se
dirimen a menudo los duelos más feroces. Tal vez porque es donde estamos más
cerca, y donde nos jugamos más. Lástima que se llegue a puntos en que cada palabra
puede ser un abismo imperdonable.
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