La lealtad es un bien objetivo, y sin duda una virtud: la virtud de lo Mismo, como decía Jankélévitch de la fidelidad en general, pero aún
más valiosa por dedicarse a una persona. La lealtad nos compromete: «por encima
del tiempo, por encima del cambio, puedes seguir contando conmigo». Es ciertamente
un regalo, y en ella se sustentan el amor y la amistad.
Toda lealtad es
sospechosa si no empieza por uno mismo. El siervo no es leal, sino cautivo. Para
Montaigne, apostar por sí mismo era el fundamento de la identidad: soy lo que
defiendo. Nos traicionamos al negar nuestros principios por temor, o cuando los
vendemos a cambio de estatus o poder.
Y por lo mismo traicionamos
a los demás. A quienes han depositado su confianza en nosotros y a quienes
simplemente les hemos prometido que merecíamos que lo hicieran. Es cierto que
las personas cambiamos, y las cosas cambian entre nosotros: tal vez quien mereció
nuestra lealtad ya no la merezca, y en ese caso podría ser estúpido mantenerla
a toda costa. Sin embargo, dos cosas deberían animarnos a permanecer leales
casi hasta lo imprudente: saber que todos somos débiles y persistir en la
dignidad. El verdadero amor insiste en la lealtad y se arriesga a ser iluso.
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