A menudo nos confundimos, o nos queremos confundir, entre
nuestras responsabilidades y las ajenas. Responsabilidad viene de responder, es
decir, de estar dispuesto a dar cuenta de nuestros actos.
La responsabilidad
emana de la libertad ―¿qué responsabilidad podría tener un sometido?―, y por
eso Sartre la situó en el centro de su moral: quien no asume su ineluctable
libertad está demostrando mala fe, esto es, está eludiendo la responsabilidad
de sus actos y achacándosela, de modo espurio, a algo exterior: a la sociedad,
a su infeliz infancia, a cualquier limitación que pueda exonerarlo.
Requiere un esfuerzo
deliberado admitir sin trampas las propias responsabilidades. Nuestra tendencia
habitual es, precisamente, endosárselas a otros. Así mantenemos a salvo nuestro
concepto de nosotros mismos ―tan frágil en el fondo― y nuestro prestigio ante
los demás. La responsabilidad da mucho trabajo ―tarea de lucidez, pero también
de entereza para no sucumbir ante nuestros descuidos―: es tentador transferir
ese trabajo a los demás, o al mundo entero, que tanto nos limita. Pero al
hacernos cargo de lo que es nuestro, tenemos la oportunidad de crecer, de ganar
en conciencia, en humildad, en valentía, en integridad. Solo desde la
responsabilidad aprendemos.
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