Hay personas crueles, o, si se quiere, personas que cultivan
con esmero la crueldad. Son diestras detectoras de los errores y las
vulnerabilidades de los otros, que aprovechan sin piedad para volver en su
contra y aplastarlos.
Suelen ser hábiles parapetándose tras una supuesta defensa
frente a los infames ―que solemos ser todos los demás―, o, con perversión más
refinada, presentándose como adalides de abstracciones como la ética o la justicia
―lo cual es otra crueldad, ya que lleva implícito el reproche de que los demás
no somos lo suficientemente éticos o justos―.
Su menosprecio pasa por alto, con
interesado maniqueísmo, el desamparo y la ignorancia, el dolor de las heridas
que se arrastran, la compasiva oportunidad de rectificación. Pero convencer es
para ellas secundario, lo que quieren es vencer: humillar.
Asistimos estupefactos a su
encarnación de Némesis, nos esforzamos por entenderlas. Pero preguntarse por la
causa que las motiva a la crueldad es incierto y seguramente estéril. ¿Una
infancia difícil? ¿Y cuál no lo es? ¿Una vida de frustraciones? ¿Y quién no las
ha padecido? Sartre nos recordaría que eligen libremente. Es más esclarecedor
constatar sus ganancias en el teatro humano: acopio de poder, de superioridad,
quizá de seguridad. Sobre todo hay que prevenirse de ellas.
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