Dicen que es mejor convencer que vencer. Sin duda. Cuando
se trata de enfrentar posturas, es preferible el acuerdo que la imposición.
Pero los acuerdos, como las gemas, son preciosos y raros.
Requieren, al menos,
una buena predisposición por ambas partes, es decir, acudir al encuentro
priorizando el acercamiento de posiciones y contemplando la posibilidad de
ceder. Para ambas cosas hacen falta lucidez ―que entienda que el acuerdo es el
único modo de ganar todos― y generosidad ―para admitir
que el otro conquiste su propio triunfo, cuando lo preferiríamos sometido al nuestro―.
Pero no basta con
eso. Tampoco basta con esgrimir buenas razones: los argumentos son
terriblemente maleables, como sabían bien los sofistas. Persuadir es un arte, y
dichosos los que lo dominan, porque tendrán más probabilidades de salirse con
la suya, o sea, de alcanzar un acuerdo más ventajoso. En el estira y afloja de
la discusión entrevemos el brillo de aceros de la lucha. Incluso cuando se
cede, incluso cuando se alcanza un acuerdo, convencer es vencer.
Y ni siquiera entonces está
acabada la tarea. Un pacto es una declaración de intenciones, no una garantía.
En su aplicación concreta, casi siempre, habrá también un pulso. Y ahí también
se tratará de vencer.

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