Educar, para el docente, es una tarea moral porque se propone
guiar al aprendiz hacia lo mejor. Y no solo eso: tiene la responsabilidad de
procurarle lo necesario para la vida. Ser mejor y capaz: ¿no es eso lo que desearíamos
todos para nuestros hijos?
¿Por qué resulta,
entonces, tan difícil? ¿No bastaría con ofrecer buenos modelos, instaurar los
buenos hábitos y corregir los malos, promover un ambiente estimulante y seguro
manteniendo una actitud exigente pero afectuosa? Sí, bastaría; pero, ¿cuál de
esas cosas no es difícil? Porque para todo ello hace falta criterio, energía,
coherencia, paciencia, perseverancia, y una firme complicidad con la parte del
alumno que ansía aprender. ¿Quién tiene siempre todo eso? ¿Quién no flaqueará
a veces, quién no incurrirá en contradicciones, quién no dudará de sus
principios? ¿Quién no sufrirá altibajos en los complejos equilibrios de la
disciplina, la implicación emocional, las preferencias personales?
Al profesional se le añaden
las presiones del contexto: de lo que exigen las instituciones, de lo que reclaman
los padres, de las dificultades propias del trabajo en equipo. Sí, educar es
una tarea delicada y compleja, repleta de sinsabores y satisfacciones, y cuyo
fruto a veces tarda en madurar. Agotadora: fascinante.
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