Equivocarse no solo revela lo mucho que tenemos por
aprender: también cura, por lo mismo, nuestros sueños de omnipotencia. «Todos
somos aprendices, la vida no da para más», dicen que dijo Charles Chaplin; la tolerancia
es lo menos que podemos brindarle a esa precariedad de nuestra naturaleza.
Pero los errores
poseen una poética menos obvia y más interesante. Equivocarse es un resquicio
afortunado por el que se cuela la creatividad: cuántas buenas ocurrencias no
han surgido de fallos. Para captarlas, ninguna actitud peor que la rigidez. Al cuestionar
saludablemente nuestro narcisismo, los errores mantienen abiertas ventanas de libertad. «Como misterio, el fracaso no es nuestro ―sugiere T. Moore―; es un elemento del trabajo que estamos haciendo».
Algo parecido cabe apuntar de
los defectos. Estos se establecen según juicios sociales de valor; nada menos objetivo.
Cierto que solemos estar de acuerdo en rechazar lo que hace daño, pero incluso el
grado de dolor depende a menudo del que lo siente, o no es para tanto, o
resulta inevitable. El defecto, como el error, puede conllevar una ventaja inesperada:
así funciona la evolución. El juego ético consiste en acercarnos a lo que nos falta
(la virtud) a través de lo que tenemos (el defecto).
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