El remordimiento, que es un mal ―una tristeza, diría
Spinoza―, hace bien cuando nos recuerda nuestras responsabilidades. El
remordimiento es la memoria de una justicia pendiente, e insiste en que
cumplamos con nuestra tarea.
Nos dice: lo que es tuyo, es tuyo, puesto que eres
libre; también el daño infligido por error o por interés. Y no vale
desentenderse, ni achacárselo a otros, ni alimentar la fantasía de que no haya
sucedido.
A veces,
sencillamente, no tenemos más remedio que corregir, o al menos admitir que eso
sería lo justo. Alguien ha sufrido más de lo que le correspondía, para que
nosotros sufriéramos menos, o para alimentar nuestro capricho. El remordimiento
―al mordernos― nos espolea para reequilibrar
una balanza que nuestro abuso ha desnivelado en el trueque con los demás, traicionando
el inveterado principio de equidad.
Vivido así, el
remordimiento está de nuestra parte: de parte de lo correcto, de nuestra aspiración
ética. Al restituir lo dañado, saldando las cuentas, suele dejar de importunar.
Sin embargo, a veces insiste morbosamente y nos carga con las cadenas de la culpa,
que es un tormento y puede devastarnos. La culpa pocas veces nos orienta, más bien
nos somete y se lleva por delante la dignidad. Mantengámosla lejos.
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