La puntualidad es uno de los muchos precios que pagamos
por ser sociales. La puntualidad debió inventarse para evitar pasarnos la vida
esperando o haciendo que nos esperen. Por eso tienen razón los que consideran
la tardanza una falta de respeto.
La vida social
conlleva estas complicaciones. Tenemos que ser puntuales para hacer cosas
juntos, para poder organizarnos. Es probable que hayamos concebido el tiempo ―¿qué
es el tiempo, sino las manecillas de un reloj girando?― para saber que somos
puntuales.
La vida se ha vuelto
más compleja, la puntualidad es ahora la que manda. A los campesinos de hace
uno o dos siglos les bastaba con tener una cierta idea de la hora, y por eso se
guiaban por el sol y por las campanadas de las iglesias. La vida urbana está llena
de actividades y requerimientos, y todos ellos vienen, inevitablemente, vinculados
a la precisión horaria.
Surge entonces un nuevo
género de rebeldía: la que se resiste a la tiranía de los relojes, la que
reivindica un vivir más lento y lúdico, menos pendiente de los deberes y de las
horas que llevan asociadas. En vacaciones sentimos placer al desprendernos del
reloj, y saboreamos con nostalgia una vida, perdida sin remedio, donde la actividad
sea un juego y no sepamos qué hora es.
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