martes, 26 de diciembre de 2017

Puntualidad

La puntualidad es uno de los muchos precios que pagamos por ser sociales.
La puntualidad debió inventarse para evitar pasarnos la vida esperando o haciendo que nos esperen. Por eso tienen razón los que consideran la tardanza una falta de respeto.

La vida social conlleva estas complicaciones. Tenemos que ser puntuales para hacer cosas juntos, para poder organizarnos. Es probable que hayamos concebido el tiempo ―¿qué es el tiempo, sino las manecillas de un reloj girando?― para saber que somos puntuales.

La vida se ha vuelto más compleja, la puntualidad es ahora la que manda. A los campesinos de hace uno o dos siglos les bastaba con tener una cierta idea de la hora, y por eso se guiaban por el sol y por las campanadas de las iglesias. La vida urbana está llena de actividades y requerimientos, y todos ellos vienen, inevitablemente, vinculados a la precisión horaria.

Surge entonces un nuevo género de rebeldía: la que se resiste a la tiranía de los relojes, la que reivindica un vivir más lento y lúdico, menos pendiente de los deberes y de las horas que llevan asociadas. En vacaciones sentimos placer al desprendernos del reloj, y saboreamos con nostalgia una vida, perdida sin remedio, donde la actividad sea un juego y no sepamos qué hora es.

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