Hay que sentir rabia, porque los otros no son siempre nuestros
amigos. A veces hay que convertir el dolor en querella, y devolverle al otro la
parte que le toca del nuestro. Pero es difícil saber qué le pertenece a cada
uno: todos tenemos una tendencia innata a darnos al razón, la tengamos o no. La
rabia no está hecha para preguntar ni comprender, solo para defendernos. Por
eso a veces es excesiva o ilícita, es decir, mala.
Es mala la rabia que
convierte al otro en un chivo expiatorio de nuestras propias iniquidades. La
que, como un espejo, se limita a desviar hacia los demás lo que nos
corresponde, para evitar el dolor. La que se limita a reaccionar, como un
movimiento reflejo, devolviendo ciegamente todo el daño que recibe. Nunca es
justo ser humillado, pero a veces lo es perder, o ser reprendido, y entonces
uno tiene que hacerse cargo de su dolor porque es tan suyo como la
responsabilidad.
La rabia es un sentimiento
antiguo que nos defiende y nos preserva. Pero a veces la usamos como arma arrojadiza,
como coartada frente a una frustración. Eso nos limita y nos aísla. Y siempre
hay que rechazar el enojo desmesurado, el que se enquista en forma de rencor,
porque solo perturba y ofusca. Spinoza considera la rabia una tristeza: tampoco
es una buena amiga.

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