martes, 30 de enero de 2018

Melancolía y abatimiento

La melancolía tiene un punto de dulzura,
como si uno se pudiera recostar en los suaves almohadones de la tristeza a descansar de la vida, a fantasear con bellas ruinas de tiempos pasados, como en los cuadros de Panini. 

    En la melancolía el tiempo se detiene, uno puede retirarse de los ajetreos del mundo como un guerrero vencido, y guarecerse en un rincón de penumbra para repasar, ya sin ánimo trágico ni aspiración heroica, los naufragios de la vida.

En cambio, el abatimiento es otro género de tristeza. Así como en la melancolía todo está concluido, y hay un abandono y una dulce derrota, el abatimiento tiene aún todo por en medio: los útiles rotos, las obras inacabadas, los deberes a la espera. El abatimiento es un gemido de impotencia frente al peso de la vida que nos supera, que se amontona sobre nosotros y nos aplasta. El abatido está desbordado, pide tregua y no se le da, quiere huir y no encuentra salida: todo está aún por hacer. Ni siquiera puede rendirse, pues cada motivo le recuerda, implacablemente, una obligación pendiente. 

El abatido está acorralado, sitiado, abrumado por el remordimiento de los fracasos y los reclamos de la vida que aguarda inquietante tras la puerta. Si la melancolía es dulce y triste, el abatimiento es triste y amargo.

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