La melancolía tiene un punto de dulzura, como si uno se
pudiera recostar en los suaves almohadones de la tristeza a descansar de la
vida, a fantasear con bellas ruinas de tiempos pasados, como en los cuadros de
Panini.
En la melancolía el tiempo se detiene, uno puede retirarse de los
ajetreos del mundo como un guerrero vencido, y guarecerse en un rincón de
penumbra para repasar, ya sin ánimo trágico ni aspiración heroica, los
naufragios de la vida.
En cambio, el abatimiento
es otro género de tristeza. Así como en la melancolía todo está concluido, y
hay un abandono y una dulce derrota, el abatimiento tiene aún todo por en
medio: los útiles rotos, las obras inacabadas, los deberes a la espera. El
abatimiento es un gemido de impotencia frente al peso de la vida que nos supera,
que se amontona sobre nosotros y nos aplasta. El abatido está desbordado, pide tregua
y no se le da, quiere huir y no encuentra salida: todo está aún por hacer. Ni
siquiera puede rendirse, pues cada motivo le recuerda, implacablemente, una obligación
pendiente.
El abatido está acorralado, sitiado, abrumado por el remordimiento
de los fracasos y los reclamos de la vida que aguarda inquietante tras la
puerta. Si la melancolía es dulce y triste, el abatimiento es triste y amargo.
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