La pasión tiene algo de locura porque interrumpe
abruptamente nuestro autodominio. Quedamos transitoriamente enajenados,
incapacitados para ver y para juzgar, desposeídos del atributo humano de observarse
y controlarse.
La pasión nos arrastra, y en este sentido no somos del todo
nosotros, o al menos no somos los que solemos ser: domina en exclusiva nuestra
parte refleja, irracional, ese caballo díscolo del que nos habla Platón en la
metáfora del carro alado.
Para Platón, el
caballo pasional debía ser contenido, domesticado, en beneficio del caballo
racional. Los románticos vindicaban el valor del primero, su belleza fiera y
arrebatada, su energía desbordante. Debemos admitirlo: nunca nos sentimos tan
vivos como cuando manda la pasión; pero también debemos reconocer que nunca
cometemos tantas tropelías, ni hacemos tanto daño, ni nos extraviamos por
sendas tan peligrosas.
Las pasiones tienen su
atractivo y su propia sabiduría: hay que dejarlas cabalgar. No podemos
mantener siempre las riendas tensas. Pero tampoco nos conviene soltarlas. Aunque,
deslumbrados, vayamos a tientas, seguimos caminando; uno tiene que mirar dónde
pone los pies. La voluntad apasionada sigue respondiendo de su libertad.
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