Si no le hurgamos demasiado, la vida es sencilla. Todos somos
parecidos, empezando por nuestras necesidades y nuestros motivos;
complementariamente, también en los temores y las reticencias. Todos queremos
seguir vivos y estar contentos; todos ansiamos que nos quieran y nos reconozcan.
Pocas cosas más son imprescindibles.
Pero, si la vida es
tan simple como parece, ¿cómo es posible que nos resulte tan complicada? Porque
nos gusta creer que somos especiales. Nos regodeamos en el detalle y una vida
compleja parece más importante. Lo imprescindible se nos queda corto: estamos
hechos para querer siempre más, y por eso concebimos lo apetecible; deseos, por
otra parte, que son cambiantes y contradictorios. Y, en fin, tropezamos unos
con otros. ¿Cómo reducir a una fórmula el temblor íntimo, enmarañado, de cada
aventura humana?
Si la vida es un juego, si
somos condensaciones de la eternidad que se complace en la multiplicidad, ¿no
será que el universo ha evolucionado hacia una complejidad creciente en la
forma, sin perder su simplicidad de fondo? En cada individuo se repite, con
nuevos detalles, la historia elemental de la vida: su aparición por azar, su
anhelo de ser y sobrevivir y expandirse, su dolor y su agotamiento…
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