Como dice Comte-Sponville, no deberíamos obsesionarnos
con la sabiduría. De hecho, la mayoría de la gente no la necesita en absoluto,
y se las apaña mal que bien entre el intento y la suerte. Muchos son sabios sin
saberlo.
Ni siquiera tenemos una idea cabal de qué significa ser sabio; el vocablo
nos hace pensar, borrosamente, en un viejo barbudo extravagante, que siempre tiene
enigmáticas respuestas para cualquier pregunta. No deja de ser una imagen tópica
y algo caricaturesca.
Para mí, el sabio es
quien ha encontrado la manera de vivir en paz, sin atormentarse en vano y sin
obcecarse con los sinsabores que inevitablemente nos trae la vida. Es decir: es
sabio quien está razonablemente contento y pone contentos a los que le rodean.
He conocido a bastantes sabios de este tipo, personas sencillas y tranquilas
que viven al día, que suelen tener una palabra amable y procuran no sufrir más
de lo debido.
¿Por qué buscar entonces
sabiduría en los libros? Porque algunos hemos sido expulsados de ese paraíso de
sencillez, y ya no tenemos más remedio que seguir el camino difícil: el de indagar,
inquirir, reflexionar… Con suerte, todo ese revuelo nos servirá para conquistar
algo de la sencillez del que ha comprendido; o sea, para saber callar donde no alcanza
la palabra.
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