A veces nuestro ánimo naufraga en la penumbra. Entonces
nos contamos verdades tristes, o bien las inventamos.
Y la pena nos traspasa
como una queda lluvia sobre la tierra, y pasamos unos días melancólicos y de
ojos nublados y poca habla y mirada perdida, hasta que la apetencia del ánimo
queda ahíta de melancolía y descubrimos de nuevo, pero como si fuera por vez primera,
la sorpresa luminosa de la alegría.
¿Dónde reside esa
vida secreta del ánimo que marca la inconstante luz de nuestros días? ¿Cuáles
son sus leyes secretas? ¿Podría influir en él la voluntad? Desde antes de Freud
sabemos que nuestra vida consciente es como la punta de un gran iceberg de trasiegos
recónditos. Quizá no podamos ―y ni siquiera debamos― controlarla desde la conciencia.
Nos queda, al menos, mandarle mensajes de intento y confianza.
Podemos armar una vida de
mañanas claras y refugios sólidos. Podemos modelar los pensamientos y las
actitudes, para que nos predispongan a la alegría. Limpiar la mente de
prejuicios e ideas sombrías. Pedir poco y disfrutar de lo que tenemos, como
recomendaba Epicuro. Aceptar, cuando no hay más remedio. Podemos hacer lo que
nos da sentido y satisfacción: entregar lo que tenemos, cultivar lo que anhelamos. Resistir.
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