Muchas personas son, en nuestra vida, como hojarasca que
el viento trae y lleva, como olas de un mar que roza nuestras costas y se va.
Da vértigo evocar la multitud de seres humanos que conocemos a lo largo del
tiempo, pero el vértigo es mayor cuando pensamos en cuán pocos de ellos
permanecen a nuestro lado.
Y, sin embargo, qué
insulsa sería nuestra historia si no fuera la de los encuentros. Incluso la
soledad se alimenta de ecos y añoranzas, del recuerdo de sonrisas al vuelo y
abrazos amigos. Y tal vez también la hora de la muerte se dulcifique con la
evocación de unos pocos rostros que nos enseñaron el amor.
Yo guardo en la memoria de
los afectos unos cuantos nombres destacados, casi todos perdidos en la riada
del tiempo. Supongo que le sucede así a la mayoría, pero eso no evita que
lamente no haberlos cuidado más. Mi inseguridad me hacía receloso, y mi
obcecación taciturno. Cuando amé, lo hice demasiado en secreto, y el amor
oculto es como el agua estancada, a nadie sacia y acaba enturbiándose. Me faltó
valentía. Fui demasiado cobarde para permitirme la sencillez y la espontaneidad.
Me habitué a la facilidad vacía de los sueños, eludiendo el riesgo y el
compromiso. Y, aun así, la vida fue generosa conmigo, sin duda más de lo que
merecí.
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