Como la vida es múltiple y cambiante, y el conocimiento precario,
conviene que nuestra filosofía sea flexible; debe haber en ella siempre puertas
de entrada y de salida. La rigidez entorpece la adaptación. Pero la indefinición
nos hace inseguros: nuestra filosofía personal precisa de una base firme.
Damos muchos tumbos
por la vida ―más de los que logramos recordar con el paso del tiempo― antes de
alcanzar por nosotros mismos algunas certidumbres. Por el camino hallaremos razones
de todos los colores, que acaso zarandeen nuestra opinión vacilante, o nos susciten
una respuesta apasionada, sea para defenderlas o para combatirlas. Pero ese
comercio de razones pocas veces nos acercará al meollo, al verdadero centro decisorio.
La genuina filosofía, la que rige nuestro destino, puede echar mano del razonamiento,
pero no emana de él, sino de los principios, las decisiones trascendentales,
tempranas y semiconscientes en su mayor parte.
Lo que llamamos identidad es el apego a ese universo de opciones personales. Al intentar definir el escurridizo yo hemos establecido un cuerpo confuso de afectos, deseos, explicaciones
acerca del mundo, decisiones más o menos sólidas. Es nuestro proyecto, siempre
provisional, y nuestro intento, siempre inacabado.
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