No añoro mi niñez. Desconozco si la mayoría de los niños
son felices, aunque me permito dudarlo. Supongo que recordamos nuestra infancia
con cierta nostalgia porque sentimos por el niño que fuimos la misma ternura
que nos inspiran los niños que vemos. Además, siempre es más fácil olvidar lo
sufrido, pues ya nos abruman bastante los sufrimientos actuales.
Pero si fuésemos
más observadores, y más exigentes, con el recuerdo, apreciaríamos que toda la niñez
es como debe ser el instante de nuestro nacimiento: una amalgama de
sentimientos confusos al tomar contacto con un mundo áspero y tumultuoso que
nos cuesta aceptar como nuestro, y en el que nos sentimos extraños e
indefensos.
La infancia viene marcada por la dependencia. Ello conlleva estar en desventaja, sentirse impotente
frente a la superioridad de los adultos. Si estos ejercen su poder con ternura
y discreción, usándolo no para someternos sino para protegernos; si fomentan el
nuestro y nos dejan crecer, tal vez tengamos la suerte de alcanzar la edad
adulta sintiéndonos valiosos y capaces. En caso contrario, lo que habremos
aprendido es nuestra incapacidad para afrontar el mundo, y nos dirigiremos a él
temerosos y vacilantes. Entonces tendremos por delante la incierta tarea de
reconstruirnos por nosotros mismos.
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