No creo haber sufrido más que cualquiera. La vida es
suficientemente difícil para todos, y cada cual se sabe lo suyo. El lamento ajeno
nos resulta molesto porque comprendemos su obviedad.
Arrogarse una cuota
mayor de sufrimiento sería, por tanto, narcisista. Hay cierto regocijo insano
en una compasión que no ve más allá, incluida la que uno se dedica a sí mismo.
No rechazo el lamento porque sea inútil, pues la vida está hecha de cosas inútiles,
sino porque demuestra miopía y poca imaginación.
Es cierto que no todos
somos iguales ante el dolor. Cada cual lo reviste a su manera. Se diría que hay
personas más dotadas para sobrevivir que otras, seres más vitales y más
fuertes, más acordes con el acontecer, capaces de sortear las aflicciones con
un salto mágico que siempre les preserva del abismo. Otros, en cambio, se detienen
en él, se regodean morbosamente en el hechizo de sus cánticos sombríos y, en lugar
de actuar, caen en la trampa necia de atascarse en sus congojas.
Si la vida es
la escalada a una cima, hay quienes suben por la vertiente más accesible y los
que se empeñan en acometerla por el lado difícil. Lo bueno siempre es arduo, pero
lo penoso no es siempre bueno. ¿Cuándo disfrutarás de la sencillez?, nos insta Marco
Aurelio.
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