A quien quiera burlarse de mí no le faltarán motivos: que
le aproveche, pero preferiría no enterarme. La burla es una de esas
circunstancias en que uno agradece discreción. Si uno se entera, se ve obligado
a tomar partido. La bendita ignorancia, en cambio, nos mantiene en estado de
gracia.
¿De qué me sirve la noticia de una burla?
Solo para sentir disgusto y rabia: si se trata de alguien indiferente, me vería
obligado a odiarlo; si ya hubiese antipatía, ahora habría más. Del amigo es de
quien menos querría saberlo: todo lo que viniera solo empañaría la amistad.
Una cosa es merecer el ridículo y la mofa ―todos lo merecemos, aunque
lo olvidemos cuando nos reímos de otros―, y otra que se nos dediquen en efecto. La mera intención
no nos vulnera: solo la acción humilla. Una opinión pertenece al que opina,
mientras no la expresa; su publicidad la convierte en un hecho, y entonces hay
que responder. La dignidad herida reclama ser reparada; por orgullo, por
prestigio, pero quizá sobre todo por no sé qué imperiosa ley de simetría.
Mientras yo no sepa, mi
inocencia me preserva: con su pan se coman las maledicencias. No quiero
conocerlas. Lástima que siempre haya adalides de la verdad que nos las
denuncian. Que se callen.
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