Crecer es arriesgarnos conscientemente a la alegría en
lugar de parapetarnos tras el lamento. La alegría es simple, diáfana, algo
primaria y alocada. Como a los niños, hay que alimentarla y protegerla. La pena
viene sola, y se oculta entre penumbras y volutas. El gozo suele resumirse en
una exclamación, mientras que el pesar da pie a largos poemas a las puestas de
sol.
La tristeza, cuando
es blanda y suave, me ampara, me abraza, me permite reclamar consuelos y
descansar de la vida llorando un rato, igual da por qué. La alegría, en cambio,
es expuesta, nos hace caminar a pecho descubierto, sin subterfugios ni
componendas. Nunca inducirá la disculpa o la clemencia de los otros. Al alegre
se le puede amar u odiar, envidiar o admirar, pero no compadecer.
Inspirando la compasión de
los otros, los predispongo a mi favor, propicio su complicidad y su benevolencia.
Suscitar compasión no gana simpatías, pero amortigua las hostilidades. Estar
contento es más comprometido. Los demás podrían retirarnos su protección, y no
nos quedarían excusas para seguir sin hacernos cargo de nosotros mismos. Estar
bien da miedo, también, porque tenemos algo que perder y, por consiguiente, algo
que defender. La alegría reclama coraje.
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