viernes, 2 de marzo de 2018

El coraje de la alegría

Crecer es arriesgarnos conscientemente a la alegría en lugar de parapetarnos tras el lamento.
La alegría es simple, diáfana, algo primaria y alocada. Como a los niños, hay que alimentarla y protegerla. La pena viene sola, y se oculta entre penumbras y volutas. El gozo suele resumirse en una exclamación, mientras que el pesar da pie a largos poemas a las puestas de sol.

La tristeza, cuando es blanda y suave, me ampara, me abraza, me permite reclamar consuelos y descansar de la vida llorando un rato, igual da por qué. La alegría, en cambio, es expuesta, nos hace caminar a pecho descubierto, sin subterfugios ni componendas. Nunca inducirá la disculpa o la clemencia de los otros. Al alegre se le puede amar u odiar, envidiar o admirar, pero no compadecer.

Inspirando la compasión de los otros, los predispongo a mi favor, propicio su complicidad y su benevolencia. Suscitar compasión no gana simpatías, pero amortigua las hostilidades. Estar contento es más comprometido. Los demás podrían retirarnos su protección, y no nos quedarían excusas para seguir sin hacernos cargo de nosotros mismos. Estar bien da miedo, también, porque tenemos algo que perder y, por consiguiente, algo que defender. La alegría reclama coraje.

No hay comentarios:

Publicar un comentario