Aliada de la zozobra, se me ha colado
por las rendijas de una entereza aún débil, y al arrullo de su engañosa patulea
de evocaciones adolescentes he caído en la tentación de compadecerme de mí
mismo. El mundo se ha teñido de marrones sucios, y el amanecer se ha abierto
como una enorme boca desdentada. Aunque no sirviera de nada, lloraría si no me
fuese tan difícil.
Como en todo lo humano, también se puede ordeñar
belleza en las ubres de la desazón. Una parte de nuestras tristezas tiene su
origen en el mero goce estético. Ungir de pesadumbres la mañana es un modo de
imprimirle destellos de trascendencia. La tristeza se apropia de lugares y
tiempos: siente predilección por el pasado, se apega mediante la nostalgia o el
despecho; el contento, más liviano y pasajero, gravita en el presente y se
basta a sí mismo, sin mitos ni metáforas.
El pesar sugiere la ilusión
de contar con cimientos más sólidos y profundos. Además, los pesares gustan de
ir constituyendo tramas, series, sagas parecidas a las de las mitologías. Hay mucho
arte en la tristeza. Las simples y claras alegrías vienen una a una, y ni piden
ni dan explicaciones. Tal vez por eso las preferimos.

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