martes, 13 de marzo de 2018

Tristeza inesperada

Una canción romántica enemiga me ha atacado
por la espalda en pleno frío de la madrugada. 

    Aliada de la zozobra, se me ha colado por las rendijas de una entereza aún débil, y al arrullo de su engañosa patulea de evocaciones adolescentes he caído en la tentación de compadecerme de mí mismo. El mundo se ha teñido de marrones sucios, y el amanecer se ha abierto como una enorme boca desdentada. Aunque no sirviera de nada, lloraría si no me fuese tan difícil.

Como en todo lo humano, también se puede ordeñar belleza en las ubres de la desazón. Una parte de nuestras tristezas tiene su origen en el mero goce estético. Ungir de pesadumbres la mañana es un modo de imprimirle destellos de trascendencia. La tristeza se apropia de lugares y tiempos: siente predilección por el pasado, se apega mediante la nostalgia o el despecho; el contento, más liviano y pasajero, gravita en el presente y se basta a sí mismo, sin mitos ni metáforas.  

El pesar sugiere la ilusión de contar con cimientos más sólidos y profundos. Además, los pesares gustan de ir constituyendo tramas, series, sagas parecidas a las de las mitologías. Hay mucho arte en la tristeza. Las simples y claras alegrías vienen una a una, y ni piden ni dan explicaciones. Tal vez por eso las preferimos.

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